El Club más alegre envejece
(Por José Francisco Sánchez)
Cuando habla con terceros dice “mi hermana” o “mi hermano” o “mi padre”. Pero cuando habla con uno de nosotros dice “tu hermana” o “tu hijo” o “tu madre”. Así, me ha repetido mil veces por teléfono: “Dice tu madre que si vienes a comer hoy” o “dice tu hermana que si vamos a verla el sábado”. A veces se me ocurre que lo hace de este modo porque, para él, la condición de hijo y hermano es la condición humana. Para él ser hombre es ser hijo y hermano. Y lo subraya –“tu madre”, “tu hermana”– por miedo a que se nos olvide si lo diluye en un plural. Si olvidáramos eso, sería como si lo olvidáramos todo, pensará, como si le olvidáramos.
No sé cuando empecé a tomar conciencia de que tenía que cuidarle. Sin duda, muy pronto. El primer vídeo casero lo bastante nítido que guardo en la memoria se remonta a cuando estaba en clase de primero de primaria y él, que iba a párvulos en el mismo colegio nacional, llegó asustado y llorando, en busca de refugio. Una avioneta había volado muy bajo sobre el colegio y el chaval pensó que pretendía ametrallarlo. En casa yo dibujaba aviones que ametrallaban barcos. Los profesores se dijeron algo sobre lo que los niños aprendían en casa. Me dolió porque culpaban a mis padres, que eran inocentes. Él me buscó y me abrazó mientras repetía que querían matarlo. Poco a poco se fue calmando. No recuerdo si le dije algo, pero sí que lo abracé muy fuerte.
Unos años después, no sé cuántos, pegué por primera vez a alguien porque se estaba burlando de él. La rabia no me dejó pensar en la fama de bestia del otro ni en que su hermano, mayor que yo, era el jefe de una banda juvenil temida. Lo tiré al suelo y me llevé a José Luis. Cuidarle me hizo fuerte y me procuró un respeto que, de otro modo, un tipo tímido como yo jamás hubiera conseguido en aquel barrio.
La única vez que mi padre me zurró fue por hacer llorar a mi hermano. No recuerdo cómo ni por qué. Quizá había cogido alguna cosa suya. Sí retengo con enorme viveza el dolor en la cara de mi padre cuando entró en la habitación guiado por los llantos. Solo me dio un empujón fuerte que me hizo caer. Me dijo también algo, pero nada podía dolerme ni abochornarme más que aquel gesto tremendo en el que se leía que su hijo mayor le había defraudado de un modo brutal y para él inimaginable.
Podría contar muchas historias, pero tengo que acabar. Ahora nos vemos todos los sábados. Paseamos, me cuenta su semana, vamos a su Club, donde para poco, porque lo que más le gusta es estar con mis amigos. Le digo que me los vampiriza y se ríe sin ganas de desmentirlo.
Muchas veces agradezco a Dios su existencia feliz. Ha sido una bendición para mis padres, para mi hermana y su familia, y para mí. Nos ha enseñado a querer bien desde pequeños, y a seguir unidos hasta un punto que extraña un poco a los demás. Por eso, algunos sábados, cuando le llevo a su Club y me quedo en la puerta, viendo cómo se saludan tan contentos, con tantísimo afecto en sus ojos rasgados, pienso en cuánto han perdido las familias de todos los niños felices que podrían haber estado allí.
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