23 enero 2008

13/08: Europa

"Europa: razón y raíces"
Marcello Pera, ex presidente del Senado de la República de Italia

Los valores liberales y democráticos nacen del cristianismo. Por tanto, todos los demócratas deberían estar atentos a esos valores de la tradición que dio origen a Europa y a la cultura occidental. Defender los valores propios de la tradición judeo-cristiana es un deber de todos.

Hace unos años el entonces cardenal Ratzinger y yo, cuando ocupaba la presidencia del Senado italiano, publicamos «Sin raíces», libro que en español fue editado por Península. Me dedico a la filosofía de la ciencia, y era y sigo considerándome agnóstico. Cada uno desde nuestros respectivos puntos de vista, en el libro intentamos hablar sobre Europa y su situación actual, marcada ahora no sólo por el relativismo, sino también por el cristianismo y -en los últimos tiempos- por el Islam. De aquel análisis surgió un diagnóstico, en el que curiosamente coincidimos.

En aquellos momentos llamó poderosamente la atención a la opinión pública que un agnóstico como yo hablara de las raíces cristianas de Europa. ¿No está un no creyente en contra de todo pensamiento religioso, venga de donde venga? A mí me parecía lo contrario: el laico -término que usamos en Italia como contrapuesto a creyente- no tiene por qué rechazar el pensamiento religioso. Mi postura en ese momento era más bien pragmática: el cristianismo en Europa es un hecho histórico incontestable, algo que no se puede negar. «Y un árbol sin raíces, se seca», vino a recordar el cardenal Ratzinger ante el pleno del Senado italiano, en un discurso memorable. Y yo estaba de acuerdo con este diagnóstico.

También Habermas manifestó su convergencia con Ratzinger en este mismo punto, en un encuentro en Munich en 2004. El día 19 de este mes, en el marco del simposio «Culturas y racionalidad», organizado por la Universidad de Navarra, tuve la oportunidad de confirmarme en estas tesis. Existen por ejemplo -decía ahí- conquistas como la razón, la libertad y la dignidad de la persona, que están en el origen de Europa y que forman parte de su identidad diferencial.

Esto es lo que -a mi modo de ver- vino a señalar Benedicto XVI en el famoso discurso de Ratisbona. El tema no era el islam, como algunos quisieron entender. Lo que se venía a decir es que las conquistas de una civilización deben llegar a ser universales, esto es, que son buenas para todos, y que deben ser defendidas por todos. La paz, la razón y la libertad han de vivir en el seno de todas las religiones. Y esto es algo positivo que debe ser aceptado y defendido incluso por un no creyente. El verdadero Estado laico no excluye por tanto la religión.

Yo distinguiría entre Estado «laico» y «laicista». Por «laico» entiendo el Estado que está separado de cualquier Iglesia y actúa de modo autónomo. El pensamiento laico se desarrolla de modo racional, pero no excluye la dimensión religiosa. El «laicismo», por el contrario, es una ideología que se propone eliminar la dimensión religiosa del hombre.

Los valores liberales y democráticos nacen del cristianismo. Por tanto, todos los demócratas deberían estar atentos a esos valores de la tradición que dio origen a Europa y a la cultura occidental. Defender los valores propios de la tradición judeo-cristiana es un deber de todos, porque la democracia necesita fundamentos sólidos, compartidos por todos los ciudadanos.

Por eso me parece a mí que no son estas conquistas exclusivas de los cristianos. Si ha tenido lugar un feliz hallazgo, éste ha de ser disfrutado y respetado por todos, también por parte de un ateo, un agnóstico o un creyente de otra religión distinta de la cristiana. Ahí el cardenal Ratzinger sacó a relucir una frase de Pascal que dirigía a sus amigos ateos: «Velut si Deus daretur» (como si Dios existiera). Se trataba de evitar la propuesta nihilista de Iván Karamazov: si Dios no existe, todo está permitido. Hay en nuestra sociedad claras muestras de esta letal arbitrariedad. Pascal por el contrario les sugería a sus amigos no creyentes -laicistas, se llamarían ahora- que lo mejor para todos es funcionar como si Dios existiera. «Velut si Deus daretur»: esto garantiza unas reglas de juego de las que todos salimos beneficiados.

Sostengo que Occidente ha ido demasiado lejos en la apostasía y en la renuncia de sus propias raíces judeocristianas. El «todo vale» acaba por ir en contra del hombre, sea este cristiano o no. Una conquista que ha durado siglos, sangre y no pocos errores debe ser mantenida no porque sea cristiana, sino porque es un acierto y la mejor de las posibles para todos los ciudadanos europeos. No hace falta ser creyente para apreciar los valores de una civilización.

En este hermoso árbol de Europa hay ya unas cuantas ramas secas, que van incluso contra los mismos orígenes del Estado moderno. En esto coincidió con el cristianismo, el cual también quería defender la razón, a la persona y a su libertad. ¿Por qué entonces rechazar este avance común? El ir en contra de estas raíces judeocristianas supone, en el fondo, un suicidio para Europa y Occidente. Para evitar que todo el árbol se seque y se derrumbe (o caiga fulminado por un rayo), nos viene bien ahondar y profundizar en esas raíces. Rescatarlas no es un acto creyente, sino de mera supervivencia. Y en esto estábamos de acuerdo Ratzinger y yo.

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