Josep Miró i Ardèvol |
A principios del siglo pasado se pensó que la respuesta a la educación de los niños era la escolarización general y gratuita. Pronto se vio que esta aportación necesaria servía sobre todo para alfabetizar, pero que sus resultados variaban mucho de centro en centro, de alumno en alumno. En la década de los 60 del siglo pasado se produce una gran revisión crítica que sostiene que lo que hace la escuela es subsidiario, depende en una medida determinante de la situación social del alumno. Parte de este discurso estaba, sin duda, influenciado por la concepción de clase del marxismo pero su exactitud en cuanto a resultados era irrebatible. Con el paso de los años se ha visto que estas condiciones socioeconómicas presentan en su interior facetas claramente diferenciadas, de la misma manera que el concepto de átomo puede ocultar la complejidad y diferencia de las diversas partículas que lo componen. Las condiciones socioeconómicas que inciden de una manera determinante en la educación y condicionan el rendimiento que puede aportar la escuela, han tenido dos nombres sobradamente conocidos: Coleman, por lo que se refiere al capital social y al capital humano, y Bourdieu por lo que atañe al capital cultural. Resumiendo, pero no traicionando los conceptos aportados por ambos: - El entorno socioeconómico estaba determinado en gran medida por los padres - El efecto de ellos sobre la educación de los hijos dependía de cuatro tipos de capitales distintos: o El capital financiero. Es decir los ingresos o la renta de los progenitores o Su capital humano, que habitualmente puede medirse en función de su grado de formación formalizada, su titulación académica. o El capital cultural que poseen, que se transmite de persona a persona y también puede estar objetivado en términos materiales. Los libros que se encuentran en una casa, instrumentos musicales, pinturas, incluso los hábitos culturales. o Finalmente un capital que resulta decisivo, el capital social. Toda familia lo posee en un grado variable como sucede con el conjunto de la sociedad. En el caso de los padres la forma como se expresa en relación a los hijos, no la única pero sí la más determinante, es el tiempo que les dedican. Esta disponibilidad no se refiere solo a aquello que son las atenciones necesarias, sino a las atenciones relacionadas específicamente con su educación e instrucción. Coleman cita el ejemplo del éxito de los hijos de las familias de emigrantes asiáticos a EEUU, como estrechamente relacionado con la práctica que los padres tenían de adquirir los libros de texto por duplicado, de manera que, sobre todo la madre, se dedicaba a seguir y a aprender en muchos casos, de una manera directa los progresos de sus hijos. Los estudios sobre capital humano muestran claramente que el factor determinante es el capital social. Los otros, ingresos, titulaciones, incluso la cultura pueden perder su efectividad, incluso quedar reducidos a cero, si el capital social de la familia, la dedicación de los padres, es muy baja o inexistente. Naturalmente esta ausencia no puede ser sustituida con la “compra” de tiempo de un tercero que supla la ausencia del padre o la madre. Se puede precisar incluso más: para que el tiempo de dedicación sea óptimo se requiere que los padres puedan dedicarse a los hijos después de la jornada escolar de éstos. Y como más pronto pueden hacerlo, mejor. En otras palabras, la jornada laboral debe adaptarse a la jornada escolar, y los niños deben tener tiempo para poder estar con al menos uno de sus dos progenitores. En este sentido la idea de alargar el horario escolar para hacerlo coincidir con la prolongada jornada laboral española, actúa en sentido desfavorable a la mejora del rendimiento. Por consiguiente, mejorar los resultados de nuestros escolares, reducir el fracaso escolar, pasa necesariamente por propiciar el desarrollo de aquellos capitales que están al alcance de las políticas públicas, como reducir la desigualdad social, mejorar la formación y la cultura de los adultos y de una manera especial, modificar la jornada laboral adecuándola a los horarios europeos que, en este sentido, son mucho más racionales que los nuestros y permiten una mayor equivalencia con el horario escolar. En términos concretos en España la jornada laboral estándar debería finalizar como mucho a las 18h. Esto significaría mejorar aspectos del capital social familiar que son determinantes. Un segundo gran capítulo, también inédito, es la mejora del capital social localizado en la escuela a través de la relación entre padres y escuela, y con los otros padres del centro. Es lo que Coleman llama el “cierre” del capital social localizado. Los responsables de la educación de los niños no pueden ser vistos por los centros escolares como un estorbo, sino como unos colaboradores necesarios a pesar de las limitaciones que en muchos casos poseen. Y a su vez, los padres han de ver en la escuela el complemento imprescindible para la educación de sus hijos, y han de valorar y respetar la tarea de los profesores en aquellas cuestiones que son materia de los mismos. En la medida que un centro consiga articular esta colaboración mutua y genere confianza entre las partes, y se establezca una red de cooperación, se estará produciendo capital social que mejorará el capital humano, es decir a los alumnos y su rendimiento. La existencia de normas aceptadas por el conjunto de padres y profesores, que guíen el funcionamiento del centro es, junto con la confianza y las redes, el tercer factor básico. En realidad uno de los déficits de la escuela pública que hace que sus resultados sean mucho peores, es éste. La mayoría de escuelas concertadas, especialmente las religiosas, poseen un ideario que las dota de estas normas de consenso pero no es el caso de los centros públicos. El tercer gran capítulo se refiere al capital social intraescolar. Depende en gran medida del anterior pero como es lógico también tiene un desarrollo propio, específico, que nace de la interacción de enseñantes y enseñados. Una vez más la capacidad de establecer redes de colaboración, confianza mutua y asunción de normas compartidas, está en la clave del éxito. En todo esto hay factores específicos. Señalemos algunos: la necesidad perentoria de una atención diferenciada a los chicos, dado que su fracaso escolar es superior en un 50% al de las muchachas. Otra es el buen aprovechamiento de la oportunidad que brindan los deportes que hoy se encuentran perfectamente desaprovechados, tanto por lo que se refiere a los campeonatos escolares, como a la participación de centros en el ámbito federativo. Finalmente el buen uso del tiempo libre, como una envolvente complementaria, y de la que hoy en nuestro país, se tiene una visión, o bien utilitarista, -encontrar un lugar donde te guarden el crío durante el sábado por la tarde, las colonias de verano - o de entretenimiento más o menos tontorrón sin más, en algunos casos endulzado por toques de pedagogía de la plastilina, y de humanitarismo light políticamente correcto. En el deporte y en el buen uso del tiempo libre, como en su momento demostró por ejemplo el escultismo (y aún lo hace en aquellos agrupamientos que han conseguido mantener vivo el método clásico) existe un gran potencial para desarrollar capital social que propicie la mejora del capital humano. Puede parecer de todo lo dicho que las cuestiones más directamente pedagógicas o internas de la escuela no están consideradas. Esta conclusión no sería del todo exacta. Lo que pasa es que actuar en este plano es consecuencia necesaria de aplicar aquellas políticas globales a las que me he referido anteriormente. Dicho esto, sí hay que anotar algunos aspectos estrictamente curriculares como son el poco prestigio de la formación profesional, un bachillerato excesivamente corto, la casi desaparición de la filosofía y en general de las humanidades, el belicismo contra la educación religiosa, la introducción de asignaturas y presupuestos ideológicos, caso de la EpC. En el fondo se encuentra la necesidad de recuperar las ideas claras sobre cuales son los fundamentos de una buena educación, porque en esto existe una idea equivocada: la flexibilidad y adaptabilidad que se requiere para un mundo cambiante no se consigue a base de créditos cortos sobre temas múltiples porque esto solamente fomenta la ignorancia. La formación intelectual, como la física, puede adaptarse con mayor facilidad si dispone de unos buenos fundamentos. La comprensión lectora general y específica, el domino de los fundamentos matemáticos, científicos y humanísticos, deberían ser el cimiento que permitiera un ulterior desarrollo de conocimientos más especializados.
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